Y sin embargo, algo lo hacía completamente distinta de cualquier otra aldea: la luna la bañaba con su luz tibia de forma permanente.
Nadie recordaba cuándo fue la última vez que se vio al sol en ese pueblo. Ni siquiera tenían una idea precisa de cómo era, más allá de lo que han leído, o de las maravillas que les relataban los esporádicos viajeros que por allí pasaban.
Destellos, arcoíris, espejismos, el agradable calor de una tarde de primavera; todo ello poseía un significado impreciso, apenas intuido, y por ende con un atractivo sin igual.
Las especulaciones de su causa variaban desde un arcano maleficio en tiempos remotos a un castigo de los dioses a los primeros habitantes de aquel lugar; pero conjeturar no cambiaba su realidad: la luz les había abandonado, y por algún motivo que no sabían precisar, no podían salir del pueblo en su búsqueda, algo les ataba a aquel lugar maldito.
La sombra que quedó tras el secuestro de la luz habitó en los corazones de sus moradores. Si bien la vida allí no presentaba adversidad, nunca llegaron a considerar haber alcanzado la felicidad. Trabajo, dinero, salud, familia, amor, amistad… nada conseguía iluminar aquel lugar de su corazón, que tan sólo anhelaba contemplar el sol.
Y así pasaban los años, con unos habitantes torturados por la lacerante nostalgia de algo que nunca conocieron. ¿Se puede añorar algo que jamás se tuvo? ¿Puede esa paradoja dominar la vida de un ser humano?.
Un buen día, un poderoso y benévolo hechicero pasó en sus viajes por el pueblo. Al conocerse la noticia, sus melancólicos habitantes le suplicaron que, con sus poderes, deshiciese la maldición y devolviese al astro rey a aquel lugar condenado.
El hechicero, apenado, respondió que, si bien era capaz de realizar semejante tarea, no lo haría por el elevado precio que conllevaría para el pueblo.
Sin atender a razones, los habitantes perdieron las formas y amenazaron al hechicero, con esa poderosa inconsciencia que sólo puede encontrar combustible en la esperanza de ver cumplido su mayor deseo. Así, le retuvieron instándole a que, si no quería tener que enfrentarse a todos ellos, les liberara de su tormento generacional, al precio que fuese.
Sabiendo que no escucharían sus advertencias, el hechicero finalmente accedió, y tras pronunciar un enrevesado ritual, apuntó con su báculo a la luna que presidía los cielos.
Poco a poco, como jirones de tela, el cielo comenzó a desgarrarse, dejando pasar rayos de sol que, con ansiedad, iluminaban aquellos terrenos que no veían desde tiempos inmemoriales.
Todos los habitantes, congregados en la plaza del pueblo, miraron al sol, que finalmente ocupaba el lugar que le correspondía, con lágrimas en los ojos, y una calidez en el corazón que jamás creyeron posible sentir; como si en el mecanismo de su felicidad siempre hubiera faltado una pequeña rueda dentada que diera funcionalidad al conjunto.
Sin embargo, casi de inmediato, sucedió algo que no tenían previsto.
Sus retinas, acostumbradas a la penumbra desde el mismo momento de su nacimiento, no soportaron la luz que tanto tiempo habían esperado, quemándose en el momento.
A aquellos apenas segundos de luz, les siguió un velo de oscuridad permanente.
Y mientras, el hechicero se marchaba en la distancia, dejando a su espalda a un pueblo que, por su salvaje anhelo de la luz, había quedado sumido en una perpetua oscuridad.
Y aun así, en su interior, no estaba seguro de si, después de todo, el precio había merecido la pena. Y por miedo a encontrar la respuesta, ni siquiera volvió la vista atrás.